El dogo cubano o la perfecta máquina de matar
Para los negros esclavos de Cuba, el látigo, el cepo y la escalera no eran el peor de los castigos. Muchos se habían acostumbrado al trabajo duro, a las barracas oscuras y al correctivo corporal. Es terrible reconocerlo, pero el maltrato continuado y las extenuantes jornadas de trabajo terminaban embruteciéndolos hasta convertirlos en animales de trabajo. Sin embargo, eso no les ocurría a todos. No siempre puedes domar al hombre como se hace con las fieras. Una fuerza interior les impele a enfrentar a la autoridad, vencer la cobardía y enfrentarla al costo que sea necesario. Estos rebeldes fueron conocidos como los cimarrones, de los que existen cientos de historias y leyendas. Eso sí, para toda indocilidad hay una respuesta letal y esta no tardó en aparecer. Y no fueron los rancheadores la más peligrosa respuesta, sino sus acompañantes cuadrúpedos. ¿El caballo? ¡No! Sus perros, unas corpulentas, babeantes y feroces bestias que iban con ellos, malamente refrenadas con cabestros para poderlas someter. Dichas bestias se conocían como los mastines cubanos y llegaron a ser muy apreciados en sus tareas de pastoreo de reses, caza y corridas de toros, aunque su principal función fue la caza y captura de fugitivos. Estos canes fueron tan buenos en lo suyo que se convirtieron en uno de los más lucrativos renglones de exportación de la isla, junto con el azúcar, el tabaco, los cítricos y la carne.
Esta raza, que tenía una larga historia en toda América, se creó en la isla combinando varias especies de bulldogs, mastines y perros boyeros llegados de Inglaterra y España. Estos se fueron extinguiendo poco a poco, desde el momento y lugar en que desapareció la esclavitud y, por ende, la persecución legal de negros.
No se sabe cuándo se consideró a este can una raza específica, si bien en 1803 ya Sir Robert Dallas, abogado, juez londinense y gran amante de los mastines, los describía así: “El animal es del tamaño de un sabueso muy grande, con las orejas erguidas, que suelen estar recortadas en las puntas; la nariz más puntiaguda, pero ensanchándose mucho hacia la parte posterior de la mandíbula. Su pelaje, o piel, es mucho más duro que el de la mayoría de los perros, y así debe ser toda la estructura del cuerpo, ya que los fuertes golpes que sufre en el entrenamiento matarían a cualquier otra especie de perro. Las extremidades son notablemente poderosas y el contorno general es compacto, indicando tanto actividad como fuerza; el pecho es muy ancho, su tamaño a la altura del hombro es de unos 60 cm. En su disposición son fieles y apegados y, a menos que se les irrite, muy mansos; son excelentes perros guardianes y atacarán tanto al toro como al oso con decidida resolución”.
El primero que cazó humanos con perros en Cuba fue don Manuel de Rojas, alcalde de Santiago de Cuba y gobernador interino de la nueva colonia entre 1524 y 1525, tras Diego Velázquez. Cuando sus fieras capturaban a algún indígena, este lo hacía degollar para escarmentar a los posibles sediciosos. La verdad es que don Manuel no inventaba nada. En todo el proceso de la conquista de América, los españoles utilizaron a los canes de ataque y a los caballos acorazados como parte de su parafernalia de combate para implantar el terror. En un principio, estos animales eran conocidos como perros de Canarias y Alanos, y estaban adiestrados para rastrear a los hombres como si fueran caza mayor. Férreamente entrenados, corrían largas distancias hostigando a sus presas sin descanso. Cuando conseguían acorralarlas, saltaban sobre ellas y las apresaban, inmovilizándolas con sus terribles mandíbulas de enormes dientes afilados. Los más feroces eran adiestrados para matar, desgarrando a sus víctimas en las partes blandas. Los acostumbraban al sabor de la sangre y la carne humana para que desnucaran con placer. A los más valiosos se los protegía con un escaupil, que era un manto acolchado de algodón, similar a las cotas de malla que llevaban los mastines en la caza del jabalí. El padre Las Casas narró, con la fría constancia de un amanuense, cómo los indios locales eran pasto de los perros de guerra durante la conquista y colonización de Cuba.
Con la masiva llegada de los negros esclavos a la isla, los perros entrenados comenzaron a escasear. Eso llevó a muchos de los dueños de plantaciones a crear sus propias perreras para poder satisfacer sus necesidades, y una de las más famosas surgió muy cerca de La Habana, en los que hoy conocemos como Bejucal. El Marqués don Juan Núñez del Castillo y Piñero, fundó en 1711 el pueblo de San Felipe y Santiago en unas 4 caballerías de tierra de su propiedad llamada El Bejucal, un lugar envidiable por estar a solo 6 leguas de La Habana y a 8 del surgidero de Batabanó. Su criadero de perros se hizo famoso por la fiereza y el tenaz entrenamiento de sus animales, y no pasó mucho tiempo para que estos consiguieran cierta fama local.
Don Juan creó un método que enseguida gustó a sus compradores y era entrenar en grupos de tres o cuatro canes que funcionaban como un equipo. Mientras el grueso de la jauría perseguía y acorralaba al esclavo, uno de ellos saltaba y lo agarraba del cuello o de un brazo y los otros lo imitaban, reteniéndolo. Si el fugitivo no se movía, lo sujetaban hasta la llegada de su guía. Si oponía resistencia, cosa que era normal y lógica, era desmembrado en una nube de polvo, ladridos y sangre. La verdad era que los adiestraban para retener y asustar sin dañar la “mercancía” que era de alto valor, solo que el pobre perseguido no lo sabía y luchaba como podía por salvarse. Los que sobrevivían a estos atroces ataques quedaban con profundas marcas de las heridas y traumatizados de por vida.
Como inevitable prolongación de estos animales nació el rancheador, personaje que tomó gran importancia y protagonismo en el siglo XVIII. Esta gentuza procedía de estrato social medio bajo, formado por pequeños propietarios arruinados, melosos encargados de tierras, feroces capataces y hasta bandidos llamados a acotejo. Eran hombres rudos, alcoholizados y viciosos, acostumbrados a la pelea fácil, aunque indispensables para mantener el orden entre la mano de obra. Las autoridades hacían de la vista gorda ante sus abusos, pendencias y atropellos a la población.
Si bien en Cuba ya eran conocidos, la dura reputación de los canes bejucaleños y sus maromos no le llegó en casa, sino fuera. En 1787, los indios misquitos se levantaron contra la presencia española en la Capitanía General de Guatemala, hoy Nicaragua. Una docena de rancheadores cubanos y el triple de perros consiguieron en pocos meses penetrar en los territorios de estos nativos de la costa Atlántica y les abrieron paso a las tropas coloniales a dentellada limpia. Fue tan rápida y efectiva la campaña de los canes cubanos que, al conocerse en la vecina colonia inglesa de Jamaica, sus autoridades, enemigas juradas de España, sacaron a relucir el famoso pragmatismo británico y contactaron sin ascos a sus homólogos hispanos. Tenían un “pequeño problema”, les contó por carta Alexander Lindsay, 6º conde de Balcarres, al Capitán General don Luis de las Casas. El norte de la isla estaba convertido en un enorme palenque, lo que el noble calificó como una “Maroon War” y las tropas no podían acabar con la resistencia negra. Ante el premonitorio tintinear de los doblones, de las Casas creó todas las condiciones a los ingleses para que solucionaran el asunto. Cuando los emisarios de la “pérfida Albión” regresaron a Jamaica, los colonos de Montego Bay, nada remilgados, quedaron estupefactos ante el dantesco espectáculo de los dogos.
Así lo narraría uno de los testigos del espectáculo en un artículo escrito para un panfleto local y publicado después en Londres: “Las tropas habían sufrido grandes pérdidas, que la milicia y los números en servicio no pudieron suplir. Por lo tanto, no se perdió tiempo en desembarcar a los cazadores y sus perros. El aspecto salvaje y formidable de ambos sembró el terror por todo el lugar; las calles fueron despejadas, las puertas de las casas cerradas y las ventanas tapiadas. Ni un negro se aventuró a salir. Los perros amordazados, con sus pesadas cadenas traqueteantes, atacando ferozmente cualquier objeto y arrastrando por la fuerza a los batidores que apenas podían contenerlos, presentaban una escena de la naturaleza más tremenda, bien calculada para dar un colorido espantoso al informe que se transmitiría a los cimarrones”.
Tras una campaña de cacería y guerra sin cuartel por parte de los perros, los esclavos jamaicanos que prefirieron vivir un día más a ser destrozados vivos, se rindieron. Así nacía en las colonias de habla inglesa el mito del Cuban Bloodhound, que se extendería a las posesiones francesas y hasta el sur de los Estados Unidos.
En enero de 1801, un exasperado Napoleón Bonaparte lanzó una expedición militar a Saint-Domingue (la futura Haití). Con ella, intentaba recuperar el control de la parte oeste de la isla La Española, bajo el férreo dominio del ex esclavo Toussaint Louverture y sus tropas negras. La posesión gala estaba sumida en el caos tras la matanza, saqueo y expulsión de los colonizadores blancos y la Guerra Civil de los Cuchillos, protagonizada por los negros libertos y los mulatos nativos. La fuerzas francesas partieron desde Europa en diciembre de ese año, y en los meses iniciales de la invasión, tuvieron un aplastante éxito gracias a un aliado muy oportuno: los perros cubanos. Estos cambiaron el curso de los combates hacia el lado galo, aunque no serían determinantes para ganar la guerra. Los invasores tendrían que enfrentarse a dos enemigos tan implacables como inesperados: la malaria y la fiebre amarilla. Solo en los primeros dos meses de reconquista, los parisinos perdieron 15.000 hombres entre vómitos y diarreas. En 1803, cerca de Cap-Haïtien, las debilitadas tropas de Napoleón serían derrotadas en la batalla de Vertières por los “mariscales” Anopheles y Aedes aegypti y el general rebelde Jean-Jacques Dessalines. Los cubanos no tuvieron bajas.
Años después, las plantaciones algodoneras de Luisiana se hicieron clientes habituales de los corrales de canes isleños. No solo alquilaron a los rancheadores y sus jaurías, sino que crearon sus propios especialistas a imagen y semejanza de los que venían de La Habana. También compraron a precio de oro algunas parejas de dogos para desarrollar sus propias dotaciones. Su creciente popularidad los convirtió en guardias de prisiones y hasta llegaron a servir en la policía sureña.
Pero el gran batacazo de nuestros perros vendría en 1835 durante la llamada Guerra de los Seminoles. Joel R. Poinsett, que fue Secretario de Guerra de 1837 a 1841, informó en su día: “Desde el momento en que asumí por primera vez los deberes del Departamento de Guerra, estuve recibiendo cartas de los oficiales al mando en Florida, así como de los ciudadanos más ilustrados de ese territorio, instando al empleo de sabuesos como el medio más eficaz para poner fin a las atrocidades perpetradas diariamente por los indios contra los colonos de ese territorio”.
Estaba todavía el documento recién firmado cuando se pusieron en marcha las negociaciones para traer los animales de Cuba. Como resultado del convenio, un barco cargado con 33 sabuesos comprados a un costo de $151.72 cada uno, 4 instructores cubanos y 2 oficiales de la milicia de Florida partió de Matanzas y se dirigió a Port Leon, que era el fondeadero más cercano a Tallahassee, la zona del conflicto. Los Marines, para no ser menos que el Ejército, decidieron utilizar también a los sabuesos e invirtieron una cantidad considerable para la época en su compra. El coronel John B. Collins, Intendente General del Territorio de Florida, fue el encargado del entrenamiento para adaptarlos al nuevo entorno, y los resultados en la persecución de negros fue muy prometedor. Días después, se autorizó la participación de dos isleños y sus perros en el terreno de operaciones. Todo iba de maravillas hasta que llegó la noticia a los periódicos. Los ciudadanos amigos de los canes escandalizados por categorizar a los indios como piezas de caza comenzaron a protestar y a escribir cartas al gobierno y a los congresistas. El escándalo estaba servido. Si bien los animales fueron bastante efectivos en su cometido, las fuertes críticas a su uso y a cómo se desarrollaron las persecuciones llevaron a los militares a dejarlos a un lado. El gobierno no quería aparecer como un bando de salvajes y se desligó de las brutales acciones castrenses. De hecho, se negó a pagar parte de las facturas a los inversores del Ejército y la Marina.
El hecho de que los seminoles hubieran escogido un terreno anegado para esconderse debilitó también la capacidad de los perros para seguirles el rastro. El olor de los indios no es igual al de los negros y esto los ayudó a escapar con éxito. Hubo casos en que los canes rechazaron la ropa y las armas manchadas de sangre de indios. Los entrenadores cubanos, viendo que el dinero no fluía, regresaron a casa y los interesados desistieron a seguir experimentando. Los seminoles fueron derrotados, pero a tiro limpio. Este descalabro comenzó a derribar el mito y poco a poco estos perros dejaron de ser útiles. Las posteriores mezclas de razas diluyeron su estirpe y hoy no existen ejemplares puros ni en Cuba ni en los lugares donde se les usó.
Esta es la historia de los dogos cubanos, las perfectas máquinas de matar que dejaron un rastro de sangre y mordidas en la historia de América.