Cuando probé por primera vez el casabe, hace cuarenta y tantos años largos, no me pareció gran cosa. Era una torta dura, del tamaño de una pizza corriente, con olor a ceniza. De hecho, su color era más o menos como la escoria de un cigarrillo, de un gris claro, terroso, con tonos que iban del dorado mate al negro. No sabía a nada. Absolutamente a nada. Masqué aquella cosa un rato y la verdad era que no bajaba por mi garganta, pero estaba bajo la mirada tensa de mi padre y la burlona de uno de sus mejores amigos, un arquitecto de la región de Jiguaní, en el oriente de Cuba, que fue quien me lo dio a comer, y quería saber mi opinión.
¿Te gusta?, me preguntó. Yo, tragando en seco: Para nada, pero gracias por dármelo a probar. Él: Está cabrón, ¿verdad? La contemplación fría de mi padre, el sudor glacial mío. Mi respuesta: Sí. Él, alzando una ceja, socarrón: Bueno, ahora es cuando es, me responde y se va para la cocina con su casabe mutilado dejándonos solos.
Mi padre, bajito: ¿Cómo coño le dices que no te gusta? Te está brindando algo, algo que es casi único… Estás probando la historia. Yo: No, papá, él está jodiendo. Le gusta joder… Tú lo conoces. Mi padre, osco: No, está tratando… Yo: Atento, que ahí viene.
Sí y venía con esa misma torta incompleta de casabe en un plato, pero ahora estaba tibia, húmeda y lo acompañaba con una generosa porción de tasajo que olía a... ¡A lo más rico del mundo! Porque cuando tienes hambre, casi cualquier cosa huele y sabe bien. Así que pueden imaginarse una carne ripiada al estilo guajiro acabada de hacer. Apetitosa carne de caballo. Una bomba energética en un país hambreado y lleno de carestías. Los que saben del tema les pueden decir cuán peligroso y subversivo era llevarse a la boca en la Cuba de los años setenta algo así. Tan prohibido e inquietante como un pito de marihuana o una pastilla antidepresiva.
Lo puso todo delante de mí y me invitó a probarlo otra vez. Mi padre, mirando sesgado, le dijo: Oye, déjalo ya, tú sabes que este es medio mono. Yo, envalentonándome con el olor que me aguaba la boca: Voy a probarlo. Agarré un pedazo de la torta templada y suave y le puse un poco de la jugosa carne curada con sal y sol que humeaba delante de mí. Con no ciertas dudas me llevé aquello a la boca y ¡todo cambió! Fue una experiencia completamente diferente. Aquella galleta insípida no solo había transformado su consistencia, sino su sabor. Esa alquimia primigenia hecha de pan de harina de yuca se había convertido en la prolongación de la salsa espesa, de las tiras de pierna de jamelgo. Estaba ligeramente salada, con marcados tonos de tomate frito y jugo de limón, el ajo generoso, la cebolla acaramelada previamente cortadas en rodajas se disolvía en la boca y los trozos de pimientos asados, con sus tonos levemente amargos… ¡Fabuloso!
Entonces le pregunté con la boca llena: ¿Qué hiciste? ¿Cómo es que esto sabe tan rico? Él, sonriendo: nada. Yo: vamos, ¿qué hiciste? Ya te dije, nada. Lo que pasa es que tienen es la mano un pan sencillo y noble. No tiene pretensiones, es un servidor, no un protagonista. También muy inteligente, porque sabe cuándo tiene que sobresalir. Es como nosotros; ¡un cabroncito!
Ese día nos llevamos a la casa un poco de aquella ambrosía y dos tortas duras como planchas de plexiglás. No tengo que decir que duraron nada. Fue una gozada.
Y ahora me encuentro buscando en páginas de la internet dónde lo venden o si puedo encontrar aquí en Berlín un lugar donde comprar harina de yuca, para hacerlo con mis propias manos y revivir ese momento. Me encuentro una tienda online que lo ofrece, como un alimento rico en fibras, con nada de grasas y mucho menos de gluten, pero los panes ya están listos. Los ofrecen en paquetes de doscientos y tantos gramos. Es un producto de Sudáfrica. Hay otro comercio, este es físico e importa mercancías originarias de las Islas Canarias y veo que también lo tienen ya listos para consumir. Y no puedo hacer otra cosa que sorprenderme, ante la propagación de un género tan antiguo, desarrollado por introvertidos indios de la cadena de islas del Caribe y la costa norte de Sudamérica, llegando su presencia hasta la profundidad verde del Amazonas. Yo hubiera jurado que unas láminas redondas planas, insípidas y descoloridas hechas de yuca no sobrevivirían a la explosiva expansión del maíz, la harina de trigo y sus derivados, pero sobre todo del poderoso maíz, que desde los tiempos precolombinos avanzaba de forma imparable con la misma velocidad de los chasquis y de la violencia expansionista de mayas y aztecas.
Hay muchas teorías de por qué sobrevivió e incluso se impuso el casabe a las tortillas de maíz en la región del Caribe y el norte de Sudamérica. Una de las que me parece bastante lógica es que mayas, aztecas e incas no consiguieron cruzar el espacio marítimo que separaba sus imperios de las paradisíacas islas del Caribe. Estas tres civilizaciones no dominaban el arte de la navegación de altura, y la enorme selva amazónica era una barrera bastante difícil de flanquear desde Perú hasta las costas venezolanas. Tampoco lo intentaron desde Yucatán a Cuba, cosa que sí hacen hoy nuestros balseros kamikazes. ¿La teoría de la Kon Tiki? ¿Los barcos de totora en el Titicaca? Sí, muy bien, pero no hay ni lo uno ni lo otro en los restos arqueológicos caribeños, así que hasta allí no llegaron.
Sin embargo, las tribus indígenas de la zona que comprenden hoy Colombia, Venezuela y sus alrededores sí usaban con asiduidad las piraguas como medio de locomoción, y sobre todo los indios kainagos, caribes para sus amigos, que, según nos cuenta Guillermo Cabrera Infante en su libro Vista de un amanecer en el trópico, lanzaban periódicas invasiones a la larga cadena de islas que en semicírculo proliferan desde las Bahamas hasta Trinidad y Tobago. Los caribes iban a la caza de siboneyes y taínos, llegando tan lejos como al este de Cuba. No dudo que estos caníbales consumieran el áspero casabe con la carne de los isleños a la barbacoa, que es también un arte culinario de este pueblo navegante y expansivo. Las hordas invasoras llegadas del Orinoco trataban a sus enemigos como a animales. Los caribes proclamaban con orgullo: “¡Ana carina roto!” que significa: solo nosotros somos gente.
Pero vamos a la raíz del asunto: la yuca. Según estudios realizados por los historiadores españoles, portugueses y latinoamericanos, la presencia de este tubérculo en tierra americana, y por ende del casabe, se remonta a hace unos dos mil setecientos años a.c. en lo que hoy es Venezuela y mil doscientos años a.c. en tierras de Colombia. Se les atribuye a los grupos de la etnia arahuaca su difusión desde la ya nombrada isla de Trinidad hasta la de Puerto Rico, antes que los caribes hicieran su aparición por esas tierras. Se considera que su cultivo es anterior al de maíz en muchos lugares del norte de Sudamérica y que llegó a Cuba hacia el año ciento noventa a.c. como parte de la impedimenta de los mismos grupos de cazadores y agricultores arahuacos y kalinagos.
Los aborígenes cubanos profesaban una religión politeísta y uno de sus dioses más importantes era Yúcahu Bagua Maórocoti o Yucahuguamá, el dios de la yuca y el mar, que con su influjo mágico fertilizaba la tierra y multiplicaba las cosechas. Y otro no menos importante era Baibrama, quien velaba por el proceso de elaboración del casabe. Como este alimento era el sustento básico de la población, nadie se daba el lujo de descuidarlo y se entregaban a las labores de su preparación con la fogosidad que se atiza ante la inminencia de grandes desgracias si no se estaba en sintonía con las deidades. Por eso se consideraba a Baibrama el guardián del trabajo y se le veneraba. De ahí creo que viene ese refrán tan cierto como cubano: ¡Lucha tu yuca, taíno! Un llamado a la laboriosidad, al esfuerzo, al cuidado y al amor por lo tuyo, por la raíz que es tu sustento, por lo que te hace gente, más allá de los que pensaran los sanguinarios Caribes.
En la actualidad, este rizoma ha extendido su presencia por buena parte del mundo. Llegó a África, como alimento de navegantes, comerciantes y misioneros portugueses, que se nutrieron de la yuca y el casabe ante la escasez de la harina de trigo y su fácil corrupción en condiciones húmedas. Ya en mil seiscientos once la yuca era un cultivo habitual en el Congo, desde allí pasó al oeste y suroeste del continente africano. Posteriormente se extendió con fuerza por las islas del Océano Índico, la India y otras regiones del Lejano Oriente. En nuestros días, el principal productor de yuca del mundo es Nigeria con 32.6 millones de toneladas anuales, seguido por Brasil con 22.5 millones de toneladas.
La rápida expansión del pan de yuca no solo fue en África y Asia, los españoles y portugueses comenzaron a consumirlo también en casa. Los grandes cargamentos de Pan de Indias entraban a raudales junto con el oro, la plata, el cacao y el tabaco del nuevo mundo. La corona española, siempre tan espabilada, creó el “diezmo del casabe” para sacarles luengas lascas al negocio. En la ley V del título XVI de la Recopilación de legislaciones de los Reinos de Indias, fechada el 11 de abril de 1541, se establece que se debía pagar “diezmo del casabe, veintiuno hecho pan y si lo quisieren en yuca, que es con lo que se hace el caçavi, que se pague de diez montones, uno”.
El proceso de elaboración del casabe es arduo. Lo que ahora comemos con tanta fruición lleva mucho sudor y cuidado y se hace así: lo primero es descascarar las raíces de la yuca, que desde que se tiene conocimiento se hizo con piedras afiladas o conchas de caracol, aunque ya no es necesario pasar tanto trabajo. Para eso están el cuchillo y los peladores. Después le sigue el rallado de los tubérculos empleando un guayo de piedra o madera, como el de Catalina. La pulpa resultante, que es fina y cremosa, se acumula en hondos recipientes, hasta que están llenos. Después comienza uno de los procesos más importantes que es el de exprimir la masa o catibía. Esto se hace con un artilugio rudimentario fabricado con bejucos entrelazados llamado sebucán, aunque también sirve un colador de tela gruesa, preferentemente de yute, que se cuelga de una rama de un árbol y enrollándolo en forma de tornillo, comprime la pasta hasta extraer por goteo todo el jugo. Esto es vital, porque esta savia tiene una considerable cantidad de ácido cianhídrico. Sí, cianuro, el mismo que mataba a los protagonistas de las novelas de Agatha Christie. De hecho, en Sudamérica se le conoce a esta especie de leche de yuca como yare, curara o curare, un veneno que los indígenas untan en la punta de las lanzas y flechas para cazar.
Tras el drenado de la harina de yuca, se pone a secar. Al otro día, se muele y se cierne con un colador no muy fino. Luego se realiza lo que se conoce como el tendido de la harina, que no es más que hacer unas tortas que se colocan sobre una plancha de metal o barro precalentado al fuego conocido como burén, a una temperatura cercana a los ciento sesenta grados centígrados. Las tortas suelen tener un diámetro de entre diez y noventa centímetros y un espesor de dos a cuatro milímetros, según el gusto. Después de cocido por ambos lados, esta se pone a secar otra vez al aire libre o sobre una plancha de cinc caliente. En ambos casos, se debe tener en cuenta que la humedad residual del pan deben estar alrededor del doce porciento para evitar su enmohecimiento. Y ya está listo para consumir.
En toda Latinoamérica y más allá, se ha creado una floreciente industria del casabe. Países como Puerto Rico, Perú, Colombia, Venezuela, Honduras, Bolivia y hasta en Canadá producen y comercializan en grandes cantidades este pan que le hace una feroz competencia al más sofisticado confeccionado con harina de trigo, así como a las arepas y las tortillas. En el caso de Cuba, este alimento indígena tiene una cierta presencia en las provincias de Camagüey, Granma y Holguín, regiones que históricamente tuvieron mayor densidad demográfica aborigen. Los productores cubanos están en desventaja con sus vecinos de la región porque mantienen todavía métodos arcaicos, lo que dificulta el trabajo, duplica los tiempos de preparación y secado y encarece el producto final. Además, salvo en épocas específicas como el fin de año, no existe una demanda que permita solventar los costes.
El casabe se come con lechón asado, mojo criollo, carne en salsas, guacamole o pescados. También hay quien le pone azúcar, dulce de coco o mermelada de guayaba. Aquí les dejaré como me gusta comerlo a mí.
Rollitos de tasajo a la camagüeyana
Ingredientes
500 gramos tasajo
45 gramos grasa de cerdo
35 miligramos de vino blanco seco
4 a 6 tortas pequeñas de casabe
4 huevos
60 gramos harina de trigo
Preparación
Lava el tasajo para quitarle el exceso de sal y córtalo en tiras delgadas o desmenúzalo. Saltéalo en poca grasa, añade la salsa criolla y perfuma con el vino. Déjalo cocinar unos 5 minutos. Moja el casabe con agua ligeramente salada para ablandarlo, colócalos en un paño limpio o en un plato llano y rellena con el tasajo previamente salteado. Si estás utilizando un paño, enrolla el casabe ligeramente lleno de carne para que quede bien firme. Pásalo por la harina y los huevos batidos y fríelos en la grasa de cerdo caliente hasta que queden dorados. Servir con la salsa criolla.
¡Qué les aproveche!
Me encanta este derroche de cultura e historia, gran aporte paisano, sigue alante que ya casi tienes un libro. 💪💪💪